- La funesta manía de examinar
Publicado el 25 de febrero de 2017 en Heraldo de Aragón.
En la universidad de Zaragoza, como en el resto de las universidades españolas, hemos tenido un período de inactividad docente por la celebración de los exámenes con los que concluye el primer cuatrimestre. Observo cómo algunas costumbres de antaño se han reforzado con otras más recientes llegadas supuestamente para reformarnos. Triunfa de nuevo la "funesta manía" de examinar que no es sino la versión universitaria de la famosa expresión atribuida a Fernando VII, solo que en su caso se refería al "pensar". Lo cierto es que con tanto examinar el estudiante de hoy apenas tiene tiempo para "pensar", lo cual haría seguramente feliz a un personaje tan retrógrado como el llamado rey "felón". Convengamos, sin embargo, que con el tipo de universidad que tenemos no queda otra que recurrir al examen como método fundamental para evaluar al alumno. Por esta razón y para llevar a cabo esta tarea ineludible deberíamos disponer de una metodología de evaluación basada en un número razonable de exámenes en cada curso, una cantidad de conocimientos a evaluar en proporción a la duración real de la docencia impartida y con una disponibilidad de tiempo para realizar el examen que le permita al alumno mostrar sus capacidades y conocimientos con una mínima tranquilidad y sin llegar a comprometer sus resultados con una injustificada presión del cronómetro. Desgraciadamente no es esto lo que hoy sucede porque nos estamos alejando cada vez más de una evaluación razonable.
Con cada curso que pasa aumenta el número de exámenes a los que son convocados los alumnos cada cuatrimestre, bien se trate de exámenes parciales, eliminatorios, evaluaciones continuadas o controles de prácticas, pues la jerga universitaria de nuestros días da mucho de sí a la hora de crear nuevas modalidades. También existen, por cierto, los exámenes sorpresa. En conclusión, que transcurridas unas pocas semanas tras el comienzo del curso, el estudiante novato que accede ilusionado a la universidad entra una dinámica que ya no le abandonará hasta el final de sus estudios y que consiste en ir de examen en examen, de prueba en prueba o de control en control, con la lengua fuera y sin tiempo para pensar, reflexionar, leer, escribir o estudiar con un mínimo de sosiego, todo lo cual es necesario para que uno pueda hacer suyos los conocimientos que se le trasmiten depositándolos en su mente para que duren. Todo esto era precisamente lo que en otro tiempo solíamos llamar formación o educación. Ahora esto ya no vale y lo que importa es memorizar para arrojar lo memorizado en un examen y luego a otra cosa mariposa.
La transformación de los estudios de acuerdo con el llamado plan Bolonia ha supuesto en la mayoría de los casos la reducción de los cursos lectivos de cinco a cuatro, pero esto en muchos casos no ha supuesto la reducción de carga lectiva, sino más bien lo contrario pues o bien se han comprimido enseñanzas o se han añadido otras nuevas y en el último curso el llamado Trabajo de Fin de Grado o TFG. En definitiva, que el estudiante tiene hoy programas más extensos con una docencia real, no teórica, que a menudo no permite finalizarlos. En otros casos se enseña a matacaballo para poder decir que toda la materia ha sido explicada o vista en clase. Al final el alumno se encuentra con cargas lectivas desmesuradas y el resultado es exactamente el mismo que el descrito antes, se memoriza a corto plazo y tras el examen hay que vaciar deprisa esa misma memoria para dejar lugar a lo que viene inmediatamente.
Hoy muchos exámenes parecen pruebas olímpicas pues igual que en ellas la cuestión primordial es responder a muchas preguntas y ejercicios en el menor tiempo posible. Como un atleta que sabe antes de correr los cien metros lisos que le será muy difícil llegar entre los primeros, el alumno también sabe de antemano que le va a resultar muy difícil completar a tiempo el examen. Esta parece ser una especialidad de las carreras científico-técnicas donde el prurito de la enorme dificultad de sus enseñanzas parece dominar a muchos docentes, que lo justifican con los bajos porcentajes de aprobados que tienen sus asignaturas. Obviamente y con el uso del cronómetro consiguen que muchos estudiantes fracasen, se desmotiven y puede ser que decidan irse a otras carreras más "fáciles". Uno pensaba que el examen ha de servir para verificar cuánto conocimiento ha adquirido el alumno o cómo son sus capacidades y que por eso mismo ha de disponer de tiempo suficiente para llegar hasta el final sin presión ni interferencia. Un profesor debe calcular con estos parámetros el tiempo que concede a sus alumnos para realizar un examen y si constata que la proporción de todos ellos que no ha podido completarlo a tiempo es alta, ha de pensar que algo no funciona y que esa es su responsabilidad.
Todos estos vicios tan arraigados entre algunos docentes universitarios, no ayudan a la formación de los estudiantes y en algunos casos contribuyen a su falta de motivación y al consiguiente fracaso. La excelencia, tan ensalzada hoy en día, no debería ser el resultado de una carrera de velocidad en pos de un récord, sino la consecuencia lógica y proporcional al esfuerzo de un estudiante bien formado y que ha sido evaluado de una forma sensata. Lo contrario no es sino la "funesta manía" de examinar repetidamente y a toda velocidad.